lunes, 10 de marzo de 2008


CON CARÁCTER VOLUNTARIO

Con mucha alegría y enorme beneplácito hemos podido registrar el afortunado desenlace con el que terminó la reciente cumbre de la OEA en República Dominicana, en la cual y después de muy acalorados debates y drásticas inculpaciones, la concordia supo apoderarse del recinto para doblegar el ánimo enardecido de todos los actores en este conflicto regional, que ya amenazaba con degenerar en una contienda de incalculables consecuencias y proporciones. Para cualquier persona razonable y a la luz del derecho internacional, resulta comprensible la indignación del gobierno ecuatoriano al sentir vulnerada su soberanía, por causa de la incursión que realizara el ejército colombiano en su territorio, con el fin de asestar un golpe definitivo y certero a Raúl Reyes, quizá la cabeza más visible de la insurgencia colombiana y artífice de incontables actos de terror, que tuvieron amedrentada a la población colombiana por muchos años. Para Colombia es indudable que esta incursión era motivada por el derecho que le asiste a su legítima defensa, toda vez que el principio universalmente aceptado sobre el respeto a la soberanía que deben observar los estados en sus relaciones bilaterales, no puede usarse como pretexto o baluarte para albergar, proteger y facilitar la acción de organizaciones violentas que acuden al terror para imponer su criterio, en abierto contraste con el comportamiento pacífico y democrático en el que nos hemos comprometido convivir los pueblos de América. Para el presidente Correa no resultaba muy fácil fundamentar su enojo, frente al contrapeso de unas evidencias que lo convertían en hospedero y benefactor de la organización terrorista perseguida con afán por el ejército colombiano. Por otro costado concurría Venezuela con un lenguaje desconcertante por su contenido alegre y anecdótico, nada consecuente con la actitud beligerante que había exhibido en los días que precedieron a la cumbre, para solidarizarse con la causa ecuatoriana, al tiempo que el gobernante nicaragüense Daniel Ortega, sumándose a los opositores del gobierno colombiano, aprovechaba el suceso para refrescar el conflicto que Colombia y Nicaragua sostienen sobre su frontera marítima. También cabe destacar dentro del grupo de opositores, el pragmatismo econométrico de la presidenta argentina, dedicada a estrechar los lasos de amistad con el presidente Chávez, celebrando románticos acuerdos de cooperación e ignorando a Colombia, en tanto que el ejército venezolano disponía su batería de guerra en la frontera. Especial aprecio nos merece la actitud moderada y equidistante como la que pudimos apreciar en algunos países vecinos, quienes en una buena lección de respeto y tolerancia, se abstuvieron de avalar la censura que Ecuador demandaba en contra de Colombia en el seno de la OEA. No obstante, a los colombianos nos queda la frustración que se deriva de la reticencia generalizada de los países miembros para reconocer la condición terrorista de las FARC. Uribe tuvo que sacar a relucir sus dotes de gladiador político y qué bien lo hizo al enfrentar con toda hidalguía y elocuencia el torpedeo de epítetos que le llegaban por todos los costados, esgrimiendo solamente su lenguaje mesurado y el rigor de un acervo documental que dejaba en entredicho a sus opositores, lo cual no fue obstáculo para que en las postrimerías de la reunión, el presidente Uribe se desplazara afanoso en busca de sus contendores para extenderles su abrazo conciliador, gracias al pedido que en este sentido extendiera ese ilustre anfitrión y rector de los destinos de la hermana República Dominicana. Ya existe un compromiso férreo de pacífica convivencia por parte de los países en conflicto y con ello queda demostrado que la buena voluntad, el diálogo sincero y la resuelta determinación de buscar el entendimiento, son instrumentos mucho más contundentes que las armas y los agravios. Ahora sólo queda comprometer las energías que otrora fueron empleadas en la discordia, para desarrollar esfuerzos mancomunados que le permitan a la región evolucionar hacia un futuro promisorio. El presidente Uribe ya pudo conocer los infortunados efectos de una incursión en territorio ajeno, pero a su vez, el presidente Correa y el presidente Chávez conocen el costo de albergar y apoyar organizaciones proscritas por un pueblo como el colombiano, que impotente ha visto derramar sangre inocente por más de cuatro décadas. Bendita la hora en la que fue convocado el Grupo de Río en Santo Domingo, porque ciertamente allí quedó evidenciada la verdadera dimensión pacificadora que pueden alcanzar los hombres cuando anteponen la razón y la fraternidad a sus querellas beligerantes.

Mauricio Bernal Restrepo.
Bogotá, Colombia.

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